Hay
quien nunca frena. Quien vive deprisa. Quien viaja sin cesar de un lado a otro,
de una experiencia a otra, de un momento a otro. La velocidad es signo de
nuestros tiempos. Y la desmemoria. Olvidamos, quizás, rápido, porque vivimos
rápido. Por eso, en algunos momentos, hace falta frenar. Detenerse, plantar los
pies en tierra firme, mirar alrededor, y también mirar hacia dentro. Preguntarse
por lo que, tal vez, es inercia e inmediatez; por las personas que forman parte
de nuestro horizonte diario; por las metas que guían la propia vida. Y, con todo
eso, pensar en si merece la pena, o si puede ser mejor.
Desde
la fe, el tiempo de cuaresma nos ofrece esa posibilidad. Es la ocasión de
detenernos; de buscar un poco de desierto en medio de lo cotidiano; de
plantar los pies en la tierra firme del evangelio y mirar alrededor. En ese
espacio más desnudo podemos salir de inercias. Podemos dejar de lado seguridades
y comodidades para transitar por un paraje nuevo. Hay muchos modos de hacerlo.
Tiene un punto de seriedad, de cuidado interior. Te abstienes de lo habitual
para abrirte a lo inesperado (y a eso lo
llamamos ayuno).
Una
vez en ese desierto, habremos de ponernos a la escucha, de esa voz interior con
que el espíritu nos agita al escuchar la palabra. A eso lo
llamamos oración. Se ora mirando a Dios, mirando al mundo, mirándose a
uno mismo. Se ora con las noticias, con la Biblia, con los deseos, con los
miedos. Se ora de mil formas distintas… Y se escucha también con la mirada
activa, con los gestos, con la atención a los hombres y mujeres que más
necesitan paz, pan y palabra (limosna). Pues ahí, si la limosna es puerta
abierta al encuentro –y no gesto lejano-? también se nos abren los ojos y las
entrañas.
Todo
esto ¿para qué? Para dejar que la Buena Noticia de Jesús de Nazaret se convierta
en lámpara que ilumine los rincones de nuestra casa. Que ponga luz en las
estancias oscuras, donde, tal vez, cabe un poco más de orden, un poco más de
limpieza, un poco más de aire fresco (a ese ordenar lo
llamamos conversión). Este recorrido requiere sus buenas dosis de zozobra,
de lucha, de tentación y de inseguridad. Pero que no sea fácil no quiere decir
que no merezca la pena. Convertirse no es transformarse en alguien distinto. Es
dejar que salga a la luz la mejor versión de ti mismo. La versión más capaz de
amar, de verdad y hasta darlo todo.
José María Rodríguez Olaizola, sj
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